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Reflexiones de un golpista sobrevenido


SUELEN decir que la Historia (con mayúscula) la escriben los vencedores. Los demás, bastante tienen, si pueden, con asumir las derrotas y curarse las heridas. Además, también dicen, que la Historia (seguimos con mayúscula) trata y narra los acontecimientos a partir de las vicisitudes de los grandes líderes, emperadores, monarcas, reyes, jefes de estado, generales o mariscales,  pero que poco se ha ocupado y preocupado (quizá por falta de pruebas y datos) de la vida y obras de las gentes del pueblo, de los marginados, de las clases humildes, de los mandados, de las tropas de los ejércitos, de la carne de cañón... Por eso voy a intentar recordar unos hechos (han pasado más de 30 años) que quienes escriben la Historia, no sabemos si por convicción o por encargo, dudan entre negar su existencia (se atreven a hablar de gran ficción colectiva) u otorgarles ni más ni menos que  la vacunación de la democracia en el Estado Español. Ya decía Rousseau que historiador ideal sería el que narrara los hechos que ha vivido personalmente.

Comienzo confesando, ya lo adelantaba en el título, un pecado: fui, como cientos de soldados de reemplazo, no tiene mayor misterio que estar en el lugar equivocado en el momento inoportuno, golpista del 23-F. Involuntario, forzoso e ignorante, pero lo fui. Estaba realizando la mili obligatoria en la III Región Militar, la de Valencia, bajo el mando del capitán general Milans del Bosch, que sería el líder militar (lo tenía en su ADN, siendo descendiente de varias generaciones de generales golpistas ) del 23-F. El Regimiento de Infantería Tetuán XIV de Castellón, era de los llamados “de intervención inmediata”. Uno de sus oficiales solía comentar, haciéndose pretendidamente el gracioso, que en cualquier momento nos plantábamos en Bilbao con los BMRs (blindados motorizados). Fui testigo de humillaciones y vejaciones que aquellos iluminados gozaban en cometer: condenar a recién licenciados a dos meses de calabozo (mili extra entre rejas) por hacer autostop ó por cantar ¡¡¡¡en vascuence¡¡¡¡ (decían ellos) en un bar de Castellón, no suspender maniobras a pesar de tener calientes los cuerpos muertos de soldados fallecidos en accidente en el desarrollo de las mismas, abrir o hacer desaparecer la correspondencia, prohibir el alquiler de pisos, vigilar y espiar mediante un llamado Servicio de Información Militar… Pero no todo era negativo. Existía una especie de solidaridad vasca muy fuerte que causaba respeto no sólo entre el resto del reemplazo sino también entre los mandos. Lo más divertido fue la irónica anécdota de encontrar en la biblioteca del cuartel, ámbito seguramente desconocido por los citados descerebrados, un libro de citas con una mención anónima, definiendo la palabra soldado como “esclavo con uniforme”. ¡Fuera del campo de concentración hubiera sido difícil encontrar mejor definición¡ Pero no es momento ni lugar para seguir narrando una mili, digamos convencional... para la época. Ya lo hizo, magistralmente por cierto, narrando la suya el escritor y académico Antonio Muñoz Molina en su obra Ardor Guerrero, retrato de un ejército –y uso sus palabras– arcaico, fosilizado, africanista y franquista.

Lo que no fue convencional fue vivir el ruido de sables en primera persona, añadiendo al estatus de “esclavo con uniforme” el de “golpista sobrevenido”. Nuestra compañía había estado de maniobras la semana anterior. El fin de semana nos tocó a algunos pringados estar de guardia y el lunes 23 de febrero de 1981, cuando regresábamos a la compañía a primera hora de la mañana, recibimos la orden (a la vez que en el Gobierno Militar se recibía un sobre cerrado, con una carta de Milans para abrirse a las 18 horas con el Decreto de Estado de Excepción) de que debía prepararse todo el Regimiento –¡jamás había ocurrido¡– para salir de maniobras, eufemísticamente llamadas “ejercicios de instrucción”. Pero, esta vez , con fuego real, no como el habitual de fogueo. A la tarde, mientras nuestra compañía iba de camino al Campamento de Montaña Negra a las afueras de la capital, que era dónde se realizaban las llamadas pistas americanas, por una radio y de casualidad, nos enteramos que se había tomado el Congreso, que en Valencia habían salido los tanques… ¡Jaungoikoa¡ ¡Era un Golpe de Estado¡ ¡Y nosotros… estábamos participando en él¡. Hubo reparto de funciones, aunque cada uno sólo tenía conocimiento de lo que directamente hacía. Unos, a patrullar las calles de Castellón; otros, a preparar los blindados. Nosotros, de monte y el Gobernador Militar, el general Vicente Ibáñez, intentando tomar el Gobierno Civil.

En aquella noche interminable se solapaban las preocupaciones, al menos las de algunos. Por lo que pudiera pasar por los seres queridos en Euskadi. Por la abominable posibilidad de ser partícipe (como lo suelen ser las tropas en todas las guerras: los esclavos con uniforme no deben pensar, sino obedecer sin rechistar) en barbaridades a realizar a la población civil. Por la aquiescencia de algunos (dispuestos a todo), la exaltación patriótica (¡y luego llaman nacionalistas a los demás¡) de otros o el pasotismo (adaptación al medio, diría Darwin) de la mayoría de los soldados. Y unos cuantos, críticos con la movida, hasta elaboramos planes que afortunadamente no hubo necesidad de ejecutar: algunos, de huida (en ropa de faena…. con el apoyo romántico de la brújula y las estrellas); y otros, temerarios y suicidas, de llevarnos por delante a algún pez gordo y estrellado.

Estuvimos casi una semana tirados en el monte, sin poder contactar con nadie y con la familia, los padres, la novia, los amigos… en ascuas. La versión “oficial”  sería a posteriori, que habíamos salido ¡en defensa! de la Constitución aunque la máxima autoridad del Regimiento, el coronel José del Pozo fuese licenciado rápidamente. Quizás porque aquel 23-F tuvo un día ajetreado: a la mañana con Milans en Valencia, luego organizando las “maniobras” en el Cuartel, después “de ronda” por Castellón y, a la madrugada, ejerciendo eventualmente de Gobernador Militar mientras el titular, con órdenes directas del Jefe del Estado Mayor Gabeiras, se iba a Valencia a hacer el paripé, como hacía su colega de allí, el general Caruana, de arrestar a Milans.

Lo cuento yo, un simple soldadito de reemplazo que no puede saber lo que realmente se estaba fraguando en las alturas. Por eso la Historia sólo la pueden escribir los que están en la pomada, esos que dicen, en el mejor de los casos, que el golpe del 23-F se produjo en el Congreso de los Diputados de Madrid a partir de las 18.23 de la tarde... sin querer enterarse aún, más de treinta años después, de que el golpe (que se llevaba preparando desde mucho tiempo atrás y con ensayos previos) se comenzó a ejecutar desde primera hora del día en frentes y cuarteles de varios lugares del Estado.

El golpe militarmente no triunfó (no podía ser de otra forma entre lumbreras) por un simple malentendido. El tutor y ex secretario real, general Armada (seguramente el Elefante Blanco), recién nombrado segundo Jefe del Estado Mayor del Ejército, que no fue a la Casa Real porque no le dieron acceso y sí lo hizo al Congreso a las 00.30 de la noche (sin permiso pero con conocimiento real) y que se camuflaba como apaciguador de golpistas y salvador de la patria, puso de manifiesto que él (y al parecer Milans) pretendía un Gobierno de Concentración presidido por él mismo. Por el contrario, Tejero había dado el golpe a favor de la instauración de una Junta Militar (sin civiles, sólo militares) y con Milans en el gobierno. Mientras discutían, el rey emitía –concluyó a la 1.20 de la madrugada y los tirados en el monte ni nos enteramos– un mensaje televisivo tan “inequívocamente” constitucionalista, que también hubiese servido (como dice Javier Cercas en Anatomía de un instante) si Armada convence a Tejero para dar paso al Gobierno de Concentración, ya que el discurso condena el asalto pero no la que se denominó “solución Armada”. Como no se pusieron de acuerdo Tejero, Armada y Milans, no salió la Presidencia Militar. ¿Pero quiere decir eso qué la intentona fracasó? ¿No sería que el objetivo irrenunciable, gobernasen o no militares (¡que más da el color del gato mientras cace ratones¡) fuese dar, como sea, un golpe de timón involucionista a la naciente y balbuceante democracia? ¿No se trataría de dar un aviso a navegantes? Si eran estos últimos los propósitos, hay que ver simplemente lo que sucedió después para poder deducir si el golpe consiguió o no sus fines.

Primero con la LOAPA (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico) y luego con la LOFCA (Ley Orgánica de Financiación Autonómica), la genial idea del café para todos (aunque ni lo pidas ni te guste) se impuso. Había que diluir a las naciones históricas bajo la universalidad del sano regionalismo. Cuando la demanda autonómica era vasca, catalana y algo gallega, se creó el llamado Estado de las Autonomías que produjo, amén de clientelismo pueblerino, auténticos reinos de Taifas, de los que ahora, en plena crisis (de aquellos barros estos lodos) vemos sus devastadores efectos. También acontecieron conversiones múltiples. Algunos, para su legalización, ya habían renunciado al leninismo y tragado con la bandera rojigualda, la unidad de la patria y la monarquía. Otros, con ganas de tocar poder, ya se habían quitado la chaqueta de pana del marxismo, enseguida lanzarían loas a la OTAN, renegarían del derecho de autodeterminación de las naciones del Estado, se integrarían fácilmente con la beatiful people (prólogo a la cultura del pelotazo) y tomarían como lema aquello de “L´État, cést moi” a efectos tanto de apropiarse de todo lo apropiable (antesala de la corrupción) como de utilizar con malas artes (preludio de la guerra sucia) las cloacas del Estado.

Hubo políticos, hasta de izquierdas (?), que aparte de coquetear con los golpistas estuvieron, al parecer, dispuestos a compartir un gobierno de concentración con mando militar. Nuestro Estatuto de Autonomía, el de Gernika de 1.979, fue absolutamente ninguneado (por tirios y por troyanos) tanto con la paralización de transferencias (durante años sólo activadas con cambios de cromos por apoyo al Gobierno de Madrid, y hoy día aún algunas pendientes) como con la utilización abusiva de leyes de bases para impedir su desarrollo. ¡Menos mal que fue, según los cronistas oficiales, un golpe fallido¡ Eso sí, hubo una pantomima de juicio militar en el que se hacía difícil discernir quiénes eran los encausados (por cierto, muy pocos) y quiénes los jueces. La obediencia debida, para unos, y el estado de necesidad, para otros, fueron eximentes. La mayoría de los condenados saldrían pronto de la cárcel y algunos harían una fulgurante carrera militar. Paradojas de la vida, aquellos que se mantuvieron dignos en el Congreso durante el golpe (Suarez, Gutiérrez  Mellado, Carrillo...) no saldrían precisamente reforzados políticamente tras él mientras algunos de los que gatearon como posesos durante el asalto tendrían el apoyo de las urnas y el dubitativo monarca (seis horas y media entre bambalinas) también saldría impoluto... En la sociedad española (la vasca y la catalana son también, en general, diferentes) ocurrió lo mismo que en mi Regimiento, la aquiescencia de algunos, la exaltación patriótica de otros, el pasotismo de la mayoría y la preocupación de la minoría.

Es posible que coincidieran a la vez varios golpes, el golpe castrense o duro de Tejero y Milans, que querían una Junta Militar, el golpe monárquico o blando de Armada y unos cuantos políticos sin muchos escrúpulos y el golpe que finalmente salió adelante, el de la involución de la naciente democracia y el cambio de timón hacía estadios menos abiertos. También es verdad que seguramente la ancestral mentalidad jacobina y centralista del Estado Español no hubiese necesitado el aval golpista para imponerse y que, en cualquier caso, mayores demandas de autogobierno de las naciones históricas hubiesen sido ninguneadas. Por desgracia, hay actitudes de difícil remedio, antes y ahora.

Publicado en Deia (con seudónimo) el 23 de febrero de 2013



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