Tras leer – lo recomiendo- la monumental y la más documentada biografía sobre Churchill,
realizada por el historiador Andrew Roberts, he podido profundizar, con
mejor conocimiento de causa, sobre la mejor cabeza de Europa de su tiempo, después,
no antes, de la de Telmo Zarra.
La pregunta resulta obligada: ¿qué hubiera
opinado sobre el Brexit? Como político de raza, aunque hablaba mucho y bien, a
veces no hablaba claro. Además, descontextualizar es atrevido. Se deduce que consideraba
que Gran Bretaña está con Europa pero que no forma parte de ella; que se sienten
unidos al continente, pero no comprometidos con él (es decir, ser la gallina y
no el cerdo en los huevos con bacon) ; que les interesa ser socios, pero sin dependencias;
que no tienen intención ni de renunciar a su carácter insular ni a su mancomunidad
de naciones, la Commonwealth. Eso sí, creía que una vez ganada la guerra se
constituiría la Unión Europea y que Gran Bretaña sería el nexo entre esta y América.
Además, la propia evolución histórica le hace variar de posición: antes de
1945 (la guerra y la victoria al nazismo) se mostraba partidario de los
“Estados Unidos de Europa” pero sin que Reino Unido forme parte de ello; de
1945 a 1951(su etapa en la oposición) habla de la necesidad de formar parte
de la familia europea y de 1951 a 1955 (su segunda legislatura) se vuelve más
ambiguo. Pero, desde luego, por sus actos, sí fue un gran europeísta.
Winston Churchill (1874- 1965) era un hombre polifacético y contradictorio. Para Mark Twain, por tener padre inglés y madre
estadounidense, era el hombre perfecto. Fue periodista, escritor, político,
orador, locutor, pintor, …Debemos agradecer a sus pérdidas en bolsa (el crac
del 29 le dio de lleno) que fuera - para resarcirse económicamente- un prolífico
escritor de artículos, libros y hasta de guiones cinematográficos. Llegaría a
ganar el premio Nobel en el año 1953. “Pero
no te preocupes- le diría a un amigo-
es el de Literatura, no el de la Paz”. Se lo darían, entre otras
cuestiones, por su brillante oratoria que exaltaba los valores humanos. Dictaba
sus discursos, libros, artículos y cartas mientras recorría de un lado a otro,
a grandes zancadas, su estudio. Disponía de información privilegiada o más bien
adelantada: leía los periódicos a la noche, antes de que saliese a la calle la
primera edición matutina.
Los discursos “improvisados” los reescribía una y otra vez y los practicaba incansablemente. Al igual que mi ama Edurne, descubrió que podía adentrarse en una digresión improvisada y retomar después el hilo. Podía memorizar textos durante muchos años después de haberlos oído o haberlos leído. Siendo mayor cambió a un estilo menos rimbombante para poder contactar con los jóvenes. Con sus alocuciones radiofónicas se apercibió de que podía llegar a millones de personas sin intermediarios con un discurso más íntimo y coloquial. Sus disertaciones, en una Europa ocupada por el nazismo, irradiaban esperanza; me recordaba a cuando, durante el franquismo, escuchábamos a la noche y bajo las sabanas, Radio París. Escribiendo – era feliz haciéndolo- es conciso, aunque sea con estilo arcaico. Cuando le pedían que acortará el número de páginas de sus libros, lo asemejaba a tenerse que amputar los dedos de las manos y los pies.
Como político no funcionaba con sondeos, no hacía política para ganar elecciones; de hecho, perdió las que convocó tras ganar la guerra, para vencer en las siguientes. Aunque llegó a ser ministro a los 33 años, no llegaría a ser primer ministro hasta los 65 años. Su slogan, heredado de su padre – ministro de Hacienda y líder conservador británico- sería: “confía en la gente”. Tuvo varias etiquetas políticas: conservador, liberal, laborista y vuelta a tory. Hace sentir a la gente que vive un momento histórico. Popularizó “V” como símbolo de la victoria. Si bien en sus comienzos estaría en contra del voto femenino, en 1958 al crear el Churchill College en Cambridge, para consagrarlo a la ciencia y a la tecnología, quiso que se admitiese en igualdad de condiciones a mujeres y hombres. Los detractores de Churchill le presentan con los rasgos de un erizo- que solo conoce una cosa importante- pero era un zorro, ya que sabía y hacía muchas cosas.
Los discursos “improvisados” los reescribía una y otra vez y los practicaba incansablemente. Al igual que mi ama Edurne, descubrió que podía adentrarse en una digresión improvisada y retomar después el hilo. Podía memorizar textos durante muchos años después de haberlos oído o haberlos leído. Siendo mayor cambió a un estilo menos rimbombante para poder contactar con los jóvenes. Con sus alocuciones radiofónicas se apercibió de que podía llegar a millones de personas sin intermediarios con un discurso más íntimo y coloquial. Sus disertaciones, en una Europa ocupada por el nazismo, irradiaban esperanza; me recordaba a cuando, durante el franquismo, escuchábamos a la noche y bajo las sabanas, Radio París. Escribiendo – era feliz haciéndolo- es conciso, aunque sea con estilo arcaico. Cuando le pedían que acortará el número de páginas de sus libros, lo asemejaba a tenerse que amputar los dedos de las manos y los pies.
Como político no funcionaba con sondeos, no hacía política para ganar elecciones; de hecho, perdió las que convocó tras ganar la guerra, para vencer en las siguientes. Aunque llegó a ser ministro a los 33 años, no llegaría a ser primer ministro hasta los 65 años. Su slogan, heredado de su padre – ministro de Hacienda y líder conservador británico- sería: “confía en la gente”. Tuvo varias etiquetas políticas: conservador, liberal, laborista y vuelta a tory. Hace sentir a la gente que vive un momento histórico. Popularizó “V” como símbolo de la victoria. Si bien en sus comienzos estaría en contra del voto femenino, en 1958 al crear el Churchill College en Cambridge, para consagrarlo a la ciencia y a la tecnología, quiso que se admitiese en igualdad de condiciones a mujeres y hombres. Los detractores de Churchill le presentan con los rasgos de un erizo- que solo conoce una cosa importante- pero era un zorro, ya que sabía y hacía muchas cosas.
Como grandes frases, recordamos la mítica, que proviene de los clásicos “nada tengo que ofrecer
salvo sangre, sudor, penalidades y lágrimas”, de dónde penalidades se ha
caído con el tiempo y lo de lágrimas, a un llorón como él, le pega como anillo
al dedo. Adecuada al momento bélico: “La
guerra es horrible, pero la esclavitud peor”. Retratando a los fanáticos,
de antes y de ahora: “Es frecuente
constatar que los hombres débiles utilizan palabras gruesas y tanto más gruesas
cuanto más débiles sean sus argumentos”. Apelando a la historia:
“Cuanto más pueda echarse la vista atrás,
tanto más podrá verse el futuro; no se trata de ningún argumento filosófico o
político: cualquier oculista les confirmará que es cierto”.
Volviendo al Brexit, al que después de
darle vueltas durante más de tres años intentaran los británicos buscarle una
salida a partir de las elecciones del próximo jueves, Churchill, ni
habría sido tan estúpido como Cameron,
ni tan melifluo como May, ni tan
alocado como Johnson. Lo que seguramente sí habría sido es mucho más resolutivo. Para lo que sea: para
quedarse en la U.E., para salir, para llegar a un acuerdo. Lo que sea, hace
tiempo, Churchill ya lo hubiera hecho.
Mikel Etxebarria Dobaran
Publicado en EC El Correo y en El Diario Vasco el 9 de diciembre de 2019
https://www.diariovasco.com/opinion/churchill-20191209003244-ntvo.html
Publicado en EC El Correo y en El Diario Vasco el 9 de diciembre de 2019
https://www.diariovasco.com/opinion/churchill-20191209003244-ntvo.html
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